Te recordaré a mi lado en el campo de batalla III Adrián empujó la puerta con poco esfuerzo, gracias a la capa de polvo que cubría t...

War: Episodio 16

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Te recordaré a mi lado en el campo de batalla III




Adrián empujó la puerta con poco esfuerzo, gracias a la capa de polvo que cubría todo el lugar apenas hizo ruido. Ante él estaba la nave principal del templo de Santa Prisca, los retablos habían sido retirados, dejando los fríos muros de cantera expuestos. Las estrellas le sonreían desde el hueco que había dejado la bóveda cuando se derrumbó. A excepción de algunos escombros todavía quedaban por el lugar, el lugar estaba completamente vacío. Notó que los escombros más grandes ya habían sido retirados, tal vez con los preparativos para su remodelación.
Miró en todas direcciones, esperando a que sus ojos se acostumbraran a la semioscuridad que la pálida luz de la luna no podía eliminar por completo. Sus manos apretaron el mango de las katanas.

A lo lejos, cerca de la entrada principal del templo pudo distinguir el sonido de un objeto pesado al golpear el suelo.

—Parece que me tocó el hermano mayor —dijo una voz femenina.

Una chica con un flequillo que le cubría el rostro, enfundada en unos ajustados pantalones de un amarillo fosforescente fue moviéndose hasta ser alcanzada por la luz de la luna. Sus manos jugueteaban con una cadena que refulgía con destellos plateados.

—Tú hermano me debe una fotografía —le dijo con una sonrisa—. Supongo que tú me la pagarás.

—Déjame adivinar —replicó Adrián—. ¿Mi hermanito te dejó plantada? Deberías disculparlo, tiende a ser distraído. ¿Por qué siempre me toca pagar lo que rompen? —agregó con un suspiro.



—Odio las escaleras —dijo Circe con enfurruñada.

Su puerta la había a un pasillo que terminaba en una escalera de piedra cuyos barandales estaban hechos del mismo material. Pensó en la posibilidad de regresar e ir tras Adrián, le podría decir que su puerta conducía a un cuarto de limpieza o algo parecido. No tenía muchas ganas de estar sola en un lugar desconocido.

El enojo que había sentido hacia Ragnar cuando lo amenazó se había desvanecido después de dormirse en el trayecto hacia el convento. Ahora tenía un poco de miedo por enfrentarse a un clan de asesinos. Nunca antes lo habían hecho, ni había tenido la pretensión de intentarlo.

La única luz que había en el lugar provenía de una antorcha colocada en su espalda, le daba flojera cargarla para acercarse a la escalera. Decidió que lo mejor sería irse de ahí. Apenas se había dado la vuelta cuando oyó una voz familiar.

—¡Nyaaaa! —dijo Narumi—. Parece que es el momento de mi venganza, Circe-chan.

Circe se apretó el botón de su intercomunicador y se lo llevó a la boca:

—Adri, me tocó otra vez la loca. Ven a matarla.

—Estoy ocupado —le respondió Adrián, su voz se escuchaba apresurada—. Te llamo luego.

—No vendrán a ayudarte —le dijo Narumi distraídamente, mientras se acomodaba el cabello con la diadema de las orejas de gato. —Sólo estamos tú y yo, pequeña.

—Eso es lo que me preocupa —le comentó Circe—, ayer me pinté las uñas y no quiero que mi esmalte se eche a perder con tu sangre. Ni modos, tendré que pintármelas de nuevo.

Nunca le había gustado la vida para la que habían decidió por ella en el Proyecto Sangre Nueva. La odiaba más que nada en el mundo. No obstante, odiaba más a Narumi y por ello tendría que usar lo que sabía, sólo para tener la satisfacción de verla morder el polvo.



Ante Rubén un extenso cuarto se extendía, dos arañas de hierro forjado sostenían una multitud de velas que esparcían su luz por la habitación. Las ventanas estaban completamente tapiadas, impidiendo que la luz de las farolas de la calle entrara al lugar. Entre las tapias había pequeños huecos por lo que se filtraba un poco del aire nocturno. Por el tamaño del lugar, Rubén supuso el que lugar había sido ocupado como comedor.

En el fondo pudo ver a un chico de una palidez extrema que resaltaba con el negro de sus pantalones ajustados, un flequillo le caía sobre la cara ocultando su rostro detrás de su negro cabello. En sus manos, pequeños cuchillos se asomaban entre sus dedos como colmillos preparados para morder.

Rubén tomó los tanbo que tenía sujetos a sus piernas y se alistaba para responder el primer golpe. Su oponente no se había movido de su lugar, también esperaba que él diera el primer paso.

Las llamas de las velas habían dejado de mecerse con el viento, expectantes de la batalla. Aunque ninguno de ellos profirió palabra alguna, se lanzaron al ataque en el mismo instante.




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