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El monstruo tiene hambre

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La linterna iluminaba el extenso corredor, aunque había electricidad en la casa no podía encenderlas, eso llamaría la atención de los vecinos. Antonio avanzó por el corredor, el sonido de su respiración era lo único que escuchaba. Se resistió a curiosear en las puertas que le flanqueaban; sólo estaba por una razón, no quería distraerse de su objetivo.



En el vacío de la casa había algo que lo intranquilizaba; tal vez era el de saber que su abuela ya no volvería recorrer ese pasillo, o tal vez era la misión por la que había decidido irrumpir a mitad de la noche o sólo era el hecho de que temía que lo descubrieran.


Hace menos de una semana que su abuela había fallecido. Antonio siempre creyó que ella viviría más que sus hijos, inclusive más que él mismo. Estaba acostumbrado a ver a esa señora de mirada amable y delgada; y que fruncía el ceño cada vez que alguno de sus hijos le decía que debía mudarse. Desde que había enviudado todos le decían que debía dejarla casa, pero ella se negaba a hacerlo.


─No puedo dejarla ─le respondía todo aquel que mencionará el tema─, aquí hay algo más que mis recuerdos.

Nunca nadie supo que era ese “algo”. Porque cualquier pregunta posterior, era respondida con un cambio brusco de tema. 


Antonio estaba en la casa para descubrir ese “algo”. Cuando el joven vislumbró la puerta del cuarto que buscaba sintió su corazón acelerarse, sus manos comenzaron a sudar y la luz de la lámpara comenzó a temblar lentamente. Tenía miedo. Aun así, colocó la linterna en su boca para poder manipular con las dos manos las ganzúas.


Era una puerta común y corriente, igual a las demás que flanqueaban el pasillo. La única diferencia era que conducía a un cuarto cuyas ventanas estaban tapiadas y que había permanecido cerrada desde que el primer hijo de su abuela nació. La historia detrás de ese cuarto era desconocida, lo único que todo miembro de la familia sabía era que nunca debían intentar entrar, a menos que quisieran sufrir un regaño, y que hacer preguntas sobre el cuarto era una labor infructuosa.


El cuarto podía haber pasado desapercibido durante todo ese tiempo, porque ya todos en la familia estaban acostumbrados al misterio que lo rodeaba, si no hubiera sido porque la anciana murió cuando se dirigía al mismo, o al menos eso aparentaba cuando encontraron el cuerpo. Si la familia no estuviera pasando por el duelo, habrían abierto el cuarto a toda costa, pero los únicos preocupados eran los más jóvenes de la familia, entre ellos Antonio. 


El chico se había sentido atraído por todo el misterio que rodeaba el cuarto y por eso había decidido entrar a la casa para investigar. Sabía que los adultos no investigarían el cuarto hasta terminará el duelo y sabía que no lo dejarían investigar por su cuenta, por ello decidió entrar a mitad de la noche, así nadie lo molestaría, o al menos eso esperaba.


El clic de la cerradura al abrirse lo sacó de sus pensamientos. La puerta se movió ligeramente, apenas despegándose del marco, un chirrido hizo evidente los años de abandono. Antonio guardo las ganzúas y tomó la linterna con una mano mientras que la otra la colocó en la puerta, dispuesto a empujarla para resolver el misterio de una vez por todas.


Tomó aire y empujó.


La luz se adentró en la oscuridad de cuarto, las partículas de polvo exhibían su danza ante los haces de luz. El silencio del cuarto era abrumador, tanto que le hizo percatarse a Antonio de la ausencia de los sonidos típicos de la calle; algún automóvil que regresaba a casa, un paseante nocturno o el ladrido de un perro. 


Su intranquilidad fue en aumento, recorrió con la linterna la habitación. Sólo vio un cuarto vacío con el papel tapiz desecho, las ventanas tapiadas y una gruesa capa de polvo. La tranquilidad pudo haber regresado de no ser porque en un muro vio un mensaje escrito con pintura negra, la letra era desigual y con trazos finos que decía:


PUEDES ENCERRARME, PERO EL MONSTRUO NO SE IRÁ.


El mensaje le dio escalofríos, decidió que lo mejor era irse. En la mañana podría investigar más a fondo y esperaba que, a la luz del día, el mensaje fuera menos perturbador. Tomó el picaporte y cerró la puerta, apenas había cerrado la puerta, cuando una fuerza la arrancó de su mano y la abrió con violencia. El golpe de la puerta contra al muro resonó en toda la casa.


Antonio no resistió más y comenzó a correr a lo largo del pasillo. A su paso las puertas comenzaron abrirse con violencia, el haz de la linterna se balanceaba descuidadamente mientras corría, apenas y pudo ver el primer escalón. Bajó corriendo sin atreverse a mirar atrás hasta que llegó a la entrada de la casa, tomó el picaporte dispuesto a salir, cuando sintió la necesidad de voltear a su derecha, el lugar en el que su abuela había puesto un espejo para arreglarse antes de salir.


Su reflejo le devolvía la mirada, pero no estaba solo. Una figura blanca, parecida a la de una mujer colgaba sobre sus hombros. Al instante una voz, parecida un soplo de viento le dijo en el oído:


─El monstruo tiene hambre.


Después la obscuridad sustituyó sus pensamientos.



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