Ximena sentía su mano calentarse gracias al vaso de unicel con café que sostenía. Una estela de vapor se alzaba del vaso. La lluvia había...

El ropavejero

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Ximena sentía su mano calentarse gracias al vaso de unicel con café que sostenía. Una estela de vapor se alzaba del vaso. La lluvia había parado y algunas gotas caían desde los toldos de los comercios de la calle, las luces de de la ciudad se reflejaban en las mojadas superficies del asfalto. Ximena, al igual que unos pocos valientes, había salido de la cafetería apenas la lluvia había acabado, sin preocuparse por si la lluvia reanudaba su ataque contra la ciudad.
Se adentró en una calle rodeada de casas de dos pisos, y de diferentes colores. Ella era la única que recorría la calle, los tacones de sus botas se escuchaban en la soledad de la calle. Tras ella, en una avenida cercana, se escuchaba el andar de los automóviles sobre el pavimento mojado. El alumbrado público no hacía mucho por desgarrar las sombras de la noche.

Su abrigo de color morado la protegía del gélido aire que recorría las vacías calles. Ximena tomó un sorbo de su café, la cálida bebida le ayudó a soportar el frío. El sabor del café era agradable y fuerte; era de los mejores cafés que había probado. Una oleada de recuerdos sobre Uriel acompañó ese pequeño sorbo.

La primera vez que había visitado esa cafetería había sido acompañada de Uriel. Él era ese tipo de persona que rara vez te encuentras, no era precisamente guapo, pero su carisma y energía lo convertían en alguien más guapo que cualquier otra persona. Siempre conseguía dibujarle una sonrisa.

Hubo un tiempo en el que ella imaginaba que dejarían de ser amigos y comenzarían a salir, hasta que él conoció a otra chica y se hicieron novios. Ximena apenas tuvo energía para fingir que le alegraba y poco a poco se fueron separando como icebergs a la deriva. Ahora sentía un poco de resentimiento hacia él. Ella sabía que era injustificado, pero no podía evitar odiarlo por haberle dado tan buenos recuerdos. Disgustaba, trató de apartar de su mente de los recuerdos. Sin embargo, estos continuaban apareciendo atraídos por los otros recuerdos. Ximena deseaba deshacerse de esos recuerdos, acabar con ellos.

–Puedo ayudarte con esos recuerdos– dijo una voz suave tras ella.

Se giró para descubrir a un hombre sobre una carreta metálica con muebles y bultos de diversas formas, la carreta era tirada por una raquítica mula que se resistía a dejarse vencer por el peso de la carreta. El hombre vestía una camisa cuyo blanco se había transformado en amarillo, sus pantalones cafés habían perdido el color por las constantes lavadas, el color de su sombrero había sido robado por el sol. Incluso su barba mal cortada y su cabello, también parecían haber perdido color.

Ximena se sobresaltó. Ella no había escuchado los cascos de la mula, ni el traqueteo de la carreta. Era como si de repente hubiera aparecido ahí.

–Veo que ya no quieres esos recuerdos –continuó el hombre mientras descendía del pescante–. Es una suerte que haya estado pasando por aquí. Me dedico a recolectar cosas que la gente no quiere. Cambio, vendo y compro por igual –el hombre se detuvo frente a ella–. Es una pena que quieras deshacerte de ellos, se ve que son muy felices, pero como dice el dicho ‘Basura de unos, tesoro de otros’. Conozco quién podría interesarse en recuerdos felices. Aunque no te lo puedo pagar en dinero, es difícil ponerle valor monetario a los recuerdos, te puedo dar algo a cambio del mismo valor.

Ximena lo observaba con curiosidad. Era la primera vez que escuchaba que un ropavejero comprara cosas como recuerdos. Pensó que podría ser una broma, o que el hombre estaba loco, de todos modos quiso saber qué pasaría. No creía que le pasara algo malo, el hombre no parecía una amenaza, se veía tan inocente como un anciano que trabajaba honestamente.

–¿Qué me darías por mis recuerdos? –inquirió Ximena con un matiz de incredulidad. Seguramente le ofrecería una baratija sin valor.

El ropavejero fue a la parte trasera de su carreta y comenzó a revolver sus baratijas, Ximena lo observaba, distinguió un cráneo que no parecía humano, botellas polvorientas, libros gruesos con varias capas de polvo, varas de diferentes formas con piedras que dudaba que tuvieran algún valor. Finalmente el ropavejero dejó de buscar y regresó con ella sosteniendo una rama seca, no más grande que un lápiz y tan gruesa como un dedo meñique, tenía grabado con fuego símbolos desconocidos para Ximena, ella supuso que era otro idioma.

–Te lo cambio por un deseo –le informó el ropavejero poniendo la rama frente a sus ojos.

–Es una rama –declaró Ximena decepcionada.

–Tú eres una humana y aún así tus recuerdos valen más que el oro –le recriminó el ropavejero–. No seas tan obtusa, es una rama de saúco. Si pides un deseo y la rompes, tu deseo se cumplirá. No hay que hacer rituales ni nada, sólo pedir tu deseo y ya –dejó de dirigir su atención a la rama y la regresó hacia Ximena–. ¿Aceptas el trato? Tus recuerdos que ya no quieres por un deseo.

Ximena lo observó detenidamente, buscando el momento en el que la broma se hiciera evidente, pero el rostro del hombre era una máscara de seriedad. Al parecer, para él no había broma alguna, creía lo que decía. A la chica le pasó por la cabeza la posibilidad de que él hombre sufriera una alucinación; el tono de su voz y su seriedad contradecían esa idea. Ella no veía porqué debería negarse. No tenía nada que perder, de todos modos estaba cambiando algo que no podías tocar, ni siquiera sabía si se podía transferir, a cambio de una rama que, supuestamente, cumplía deseos. Era una situación tan irreal que le costaba tomarla en serio. Ximena no veía amenaza alguna en seguirle la corriente al anciano. No ganaba ni perdía nada.

–Adelante –dijo Ximena.

–Percibo cierta arrogancia –señaló el ropavejero–. Te cuesta creer en mis palabras, pero te digo la verdad. Estoy por tomar tus recuerdos, después de que los tome, no recordarás nada relacionado con ellos. Será como si nunca hubiera ocurrido. Puede que te lugares o personas te produzcan la sensación de que ya lo habías visto, es muy común cuando el recuerdo es uno muy fuerte, pero no podrás recuperarlo –sus ojos la observaban evaluando sus expresiones–. Te vuelvo a preguntar. ¿Aceptas?

Ximena sentía que esto estaba llegando demasiado lejos para ser una broma. Comenzó a darse cuenta que el ropavejero podría estar ofreciéndole una forma de olvidarse de Uriel, y aunque sonara tan inverosímil, podría funcionar. O podría obtener una rama seca a cambio de nada. Valía la pena intentarlo.

–Acepto –dijo ella con firmeza.

–Excelente –dijo el ropavejero–. Piensa en esos recuerdos que quieres olvidar –colocó su mano sobre su frente. Su tacto era cálido y suave– Mantén tu mente en ellos. No pienses en otra cosa.

Ximena cerró los ojos puso toda su mente en recordar a Uriel; el brillo de su sonrisa, el aroma de su loción, los chistes que contaba, la calidez de sus brazos cuando la abrazaba, las veces en las que salieron. Los recuerdos llenaron en su cabeza igual que el agua llenara una tina. Y de repente, desaparecieron. Como si una mano hubiera levantado el tapón de la coladera y abandonaron su mente.

Cuando abrió los ojos, vio que el ropavejero había quitado la mano de su frente y tapaba afanosamente una botella pequeña cuyo interior brillaba y se movía igual que si tuviera una criatura de luz en su interior.

–Eso sería todo –dijo el ropavejero a la vez que ponía la rama de saúco en sus manos–. Recuerda, primero pides tu deseo y luego la rompes. La rama se toma todo al pie de la letra, así que piensa bien tu deseo o puedes obtener algo peor de lo que querías.

El ropavejero caminó hacia su carreta y colocó la botella en la parte trasera de su carreta. Después se subió al pescante. Tomó las riendas de la raquítica mula y con un movimiento la hizo avanzar, alejándose entre las desoladas calles.

–Un placer hacer negocios contigo –dijo el ropavejero a modo de despedida.

Ximena observó la rama que tenía en su mano. No estaba segura de que era lo que acababa de pasar. Seguía creyendo que el hombre le había mentido, pero no podía quitarse la sensación de haber perdido algo. Era el algo con el que había pagado la rama. Pese a su confusión se sentía mejor, sentía que lo que había perdido era algo que no necesitaba. Ximena sonrió y comenzó a caminar.

Observó la rama de nuevo. Más tarde comprobaría si la rama le cumpliría su deseo. Total, no perdía nada.



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