La luz de la luna caía a raudales por la ventana y se derramaba sobre su nieto que yacía dormido. Mariana observaba con amor como el niño d...

En la noche de Todos los Santos

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La luz de la luna caía a raudales por la ventana y se derramaba sobre su nieto que yacía dormido. Mariana observaba con amor como el niño de menos de seis años que sonreía dormido, seguramente tenía un sueño agradable.

—¡Cómo ha crecido ese chamaco! —exclamó Héctor a su lado—. Sin duda será todo un hombre como su abuelo.

Las arrugas en los rostros de los dos se transformaron en una sonrisa que les llenó de calidez que tenían tiempo sin sentir.

—Cómo me hubiera gustado haber estado cuando nació —comentó con tristeza Mariana a la vez que se acomodaba el suéter color marrón—. No quería que Carlita pasara sola por ser madre. Aunque te duele, al cargar en brazos a esa criaturita sabes que valió la pena.

—No exageres —le regaño Héctor con un movimiento de cabeza—. No estaba sola, tiene a su Joaquín.

—Ese bueno para nada —agregó ella con cierto enfado—. Me quitó a mi niña.

—Nos la quitó —aclaró su esposo—. Pero, ella lo quiso así. Además... no le fue tan mal, tienen techo y comida. Hablando de comida —le ofreció su brazo—, dejaron un molito que huele muy bien.

Mariana tomó el brazo que le ofreció y se dejó guiar. Juntos descendieron por una escalera iluminada por un resplandor anaranjado. A pesar de su avanzada edad, ninguno de los dos resintió el descenso. Sus pasos no rompieron el silencio que también dormía en la casa, parecía como si se hubieran deslizado.

Llegaron a una habitación en la que tres sillones de color verde bandera rodeaban una mesita de madera sobre la que se erguía un florero con flores artificiales. La pantalla de la televisión dominaba la habitación con arrogancia, incluso los muebles de la habitación estaban orientados hacia ella aumentando su poder sobre el lugar. Ni el minicomponente ponía en duda el dominio de la pantalla.

Un camino brillante de pétalos anaranjados trazaba un sendero a través de la sala que unía la puerta de la casa con una mesa en un extremo de la habitación. La mesa era a dónde avanzaban cuando la mirada de Mariana quedó atrapada por una fotografía que colgaba de un muro a su derecha. En la fotografía se mostraba a una mujer de veinte años con el cabello negro en un vestido blanco y que exhibía una sonrisa tan radiante que podía iluminar el callejón más oscuro.

—Al menos la pude ver cuando se casó —dijo Mariana sin apartar su mirada de la fotografía—. Me gustaba más Fernando para yerno, pero... ni modo, prefirió a Joaquín.

—Luego le reclamas —le apuró Héctor—. Tengo hambre y ya pasa de la medianoche.

Ella cedió y, tomados del brazo, avanzaron hacia la mesa. Sobre la mesa, veladoras y flores de cempasúchil brillaban en la habitación con su cálido resplandor. Cráneos de azúcar y esqueletos de plástico le servían de guardianes a los platillos que en seguida les abrieron el apetito a la pareja. En el centro de la mesa, una fotografía de ellos coronaba el altar. Sus yo de la fotografía les sonreían a modo de saludo, invitándolos a disfrutar del banquete. Al instante en que llegaron a la mesa se separaron para dejar que el otro pudiera elegir mejor lo que comería.

—Menos mal que se acordaron de mi tequila —dijo Héctor a la vez que tomaba caballito de tequila de la mesa—. ¿Quieres un poco?

—Gracias, pero primero tomaré agua —contestó Mariana con un vaso del cristalino líquido en su mano.

Los apuraron sus bebidas. Héctor depositó el vaso vacío sobre la mesa y tomó un plato con mole y una pierna de pollo. Mariana observó como lo devoraba con alegría. El platillo favorito de Héctor siempre había sido el mole y nunca declinaba cualquier invitación para comer mole. Por su parte, ella tomó un tazón con un caldo tlalpeño. Los dos se sentaron en un sillón a disfrutar de su comida.

Desde que llegaron habían decidido ir primero a ver a Carla y a su nieto. La comida les llamó la atención con sus placenteros aromas, en la Tierra de los Muertos no había comida tan buena como esa, pero también querían ver a su familia, aunque fuera mientras dormían y ellos nunca supieran que los habían estado observando. Era una de las desventajas, pero al menos podían ver como crecía su nieto y comprobar lo feliz que era Carla y con ello Mariana sabía que valía la pena la espera de un año.

Al terminar de comer se levantaron y salieron a la calle para unirse a la procesión de personas que también regresaba a su lugar de descanso. Cuando llegaron al cementerio fueron recibidos por alegre música y la cálida luz de la flor de cempasúchil. Entre las tumbas vivos y muertos celebraban una cena, bailaban y cantaban con las veladoras y las estrellas como testigos de esa fiesta llena de vida en un lugar de muerte. Los niños vagaban entre las tumbas comiendo cráneos de azúcar y pequeños esqueletos de papel mache imitaban a los vivos en su alegre fiesta.

—Me permite esta pieza —le dijo Héctor con voz solemne y una sonrisa traviesa dibujada en su rostro. Mientras le ofrecía su mano.

—Siempre —replicó Mariana sujetando su mano.

Juntos, se movieron al son de la múesica. La fiesta terminaría con las primeras luces del amanecer, al igual que su permiso para vagar en el mundo de los vivos; sin embargo, no había tristeza en sus corazones porque sabían que no era una despedida definitiva sino la promesa de un regreso.


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