La llanta del viejo Chevy azul emitió con un sonoro tronido para después ser seguida por el silbido del aire al escapar de la llanta. C...

Los hombres sonrientes

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La llanta del viejo Chevy azul emitió con un sonoro tronido para después ser seguida por el silbido del aire al escapar de la llanta. Cristóbal guió el automóvil al acotamiento de la carretera para revisar la llanta. Lo estacionó bajo un raquítico árbol que crecía a un lado de la carretera.

–¡Lo que necesitábamos!– exclamó Cristóbal irritado al apagar el Chevy– ¡Otro retraso!

–La boda es mañana –replicó Ana desde el asiento del copiloto y cerrando la novela que leía–. Todavía tenemos tiempo.

Cristóbal pareció ignorarla ya que bajó del Chevy dando un portazo. Ana lo observó darle la vuelta al Chevy buscando la llanta desinflada, después se detuvo frente a la llanta trasera derecha. A veces, le irritaba que Cristóbal se enojara por todo. Tomó aire para tranquilizarse porque sabía que si dejaba que eso le afectará terminarían peleándose. Quería que este viaje fuera una experiencia agradable para los dos y haría su mejor esfuerzo porque funcionara. Ya calmada, bajó del automóvil y se reunió con él.

La carretera de dos vías en la que se encontraban era el único vestigio de urbanización en todo el lugar. A ambos lados de ella se extendían un verde campo que era abruptamente cortado por un cerro y un sembradío descuidado que continuaba en una arboleda y era atravesado por un sendero de tierra. Unos pocos árboles crecían a los lados de la carretera, arrullados por una ligera brisa.

–No me preocupa llegar tarde a la boda –dijo Cristóbal agachado frente a la llanta desinflada en cuanto escuchó sus pasos sobre la carretera–, lo que me preocupa es que la noche nos agarre aquí –acompañó sus palabras con un gesto de la cabeza que señalaba los alrededores–. No me gustaría manejar por esta carretera a mitad de la noche.

Aunque apenas eran las tres de la tarde, Ana comprendía a lo que se refería Cristóbal. La ausencia de edificios y de luces, le daban a entender que en la noche, la única luz sería la de la luna y las estrellas, que no era mucho consuelo.

Cristóbal se levantó y fue hacia la cajuela de la que sacó el gato hidráulico y una llave de cruz. Ana lo observó arrodillarse y colocar el gato hidráulico bajo el automóvil. En el lugar, el silencio se extendía, roto en ocasiones, por el susurro de las hojas movidas por el viento. Ni un sólo automóvil pasaba sobre la carretera, llevaban horas sin ver alguno, arruinando la calma. Ana encontró esa quietud reconfortante, era como si fueran los únicos seres humanos en el lugar. Ella se recostó contra el árbol y cerró los ojos.

–No te vayas a cansar –le reclamó Cristóbal con burla.

Ella abrió los ojos y le dirigió una sonrisa. Cristóbal ya había quitado la llanta desinflada y la estaba revisando.

–No pareces necesitar mi ayuda –respondió ella–. Lo estás haciendo bien, un poco lento pero bien.

–Parece que fue un clavo –dictaminó Cristóbal–. Tendremos que pasar a que la arreglen en el próximo pueblo. No quiero quedarme sin una llanta de repuesto –Cristóbal dirigió su mirada hacia atrás de Ana –. Alguien viene.

Intrigada, Ana volteó hacia atrás. Distinguió a dos personas avanzando hacia ellos. Su andar era lento, como dos personas que estuvieran paseando. Todavía le faltaban varios metros para llegar hasta donde estaba ellos, y desde su distancia notó que había algo extraño con los rostros de esas personas.

–Súbete al coche –le ordenó Cristóbal.

El miedo en la voz de Cristóbal le hizo notar a Ana que, tal vez, él también sintió algo extraño al verlos. Ella se metió al automóvil y cerró las ventanas. Cristóbal se paró de su lado con la llave de cruz firmemente agarrada.

–También súbete –le suplicó Ana con miedo asomándose en su voz.

Cristóbal pareció no escucharla, ya que permaneció con la vista fija en las dos personas que se acercaban. En cuanto estuvieron más cerca, Ana pudo verlos mejor. Uno de ellos portaba el overol verde que usan los dependientes de la gasolinera, unas manchas oscurecían algunas partes. El otro vestía playera azul de manga larga y unos pantalones de mezclilla. En los dos, sus manos estaban cubiertas por guantes. Parecían personas normales, excepto en que tenían sus rostros cubiertos por una máscara. La máscara era la burda imitación de un rostro; tenía ojos grandes con el iris rojo, su boca esbozaba una sonrisa que junto con el vacío de la mirada se volvía ominosa, sus pómulos se abultaban exageradamente por una sonrisa. El cabello moldeado sobre la máscara brillaba por el sol. A Ana le costaba imaginar que alguien hubiera caminado bajo el sol con esas máscaras.

–Si esto es una broma –dijo Cristóbal, sus nudillos estaban blancos de la presión que aplicaba sobre la llave de cruz–. No es graciosa. ¿Qué quieren?

Los recién llegados permanecieron silenciosos. No se movieron, sólo observaban a Cristóbal. Ana se estaba poniendo nerviosa, sentía el impulso de salir corriendo, pero tenía miedo de moverse y atraer la atención.

El hombre con el overol extendió su brazo hacia Cristóbal. Éste, asustado por el movimiento, golpeó el brazo con la llave de cruz. El crujido del brazo al romperse sorprendió a Cristóbal, que no notó como el otro hombre se le acercaba aprovechando su sorpresa. Las manos del hombre de la playera azul se cerraron en su cuello. Cristóbal tiró la llave de cruz y trató de liberarse de la presión, pero no podía. Sus esfuerzos por liberarse mermaron a medida que el aire escapaba de él.

Ana vio, presa del pánico, como Cristóbal comenzaba a quedarse quieto, pero no podía hacer nada, estaba congelada sobre su asiento. El otro hombre centró su atención sobre ella, su brazo inutilizado le colgaba en un ángulo extraño. Asustada de encogió sobre su asiento mientras el hombre levantaba la llave de cruz del suelo, no le tomó mucho comprender lo que pasaría. Se movió hasta el asiento del conductor en el momento en el que vidrio del asiento en el que había estado, estallaba llenando de esquirlas el asiento. Ella gritó. Trató de abrir la puerta, mientras el hombre de la máscara trataba de alcanzarla a través del vidrio roto.

El seguro de la puerta se soltó, en el momento en el la empujaba para salir. La puerta fue abierta con violencia y unos brazos enfundados en una playera azul la sujetaron con fuerza. Ella gritó con más fuerza, se impulsó del borde del asiento para hacer perder el equilibrio a su captor.

Funcionó. Ella cayó junto a su captor. Gracias a la adrenalina inducida por el miedo, se levantó. Su mirada fue atraída hacia el hombre de la playera azul, que la había atrapado y cuya máscara se había caído. Su rostro era pálido con un tono verdoso, sus labios estaban cosidos y sus ojos eran de un amarillo enfermizo. Un grito escaló por su garganta, que se acalló hasta que unos brazos se colocaron alrededor de su cuello privándola del aire.
La oscuridad la absorbió.


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